Vivir en la oscuridad.
No sabemos que vivimos en plena oscuridad hasta que se nos corta la luz. Cuando había un apagón en mi casa, casi como un efecto en cadena, se podían escuchar los gritos de mis hermanas llamando a mi papá, mientras mi mamá volaba hacia el living por las velas. Era como un plan de evacuación ante la oscuridad. Cuando las velas se prendían, se apagaban los miedos y volvía la calma. El apagón se hace presente y nos recuerda lo incapaces que somos de ver en plena noche.
¿Cómo puede ser que estemos tan acostumbrados a la luz, que cuando se apaga (aunque sea por un segundo) no nos reconocemos ni en nuestra propia casa?
Nos acostumbramos y pensamos que vivimos en la luz, cuando en realidad, sólo la tomamos prestada. Y así andamos por la vida, pensando que vivimos en la luminosidad, imaginando que podemos ver con claridad el porvenir. “Mañana voy a hacer esto, el lunes que viene empiezo tal cosa, voy a ser o hacer de mi futuro esta otra”. Pensamos que podemos controlarlo todo, cuando en verdad, sin esa luz no podemos ni siquiera ver cosas que tenemos frente a nuestras narices.
Me acuerdo en esos apagones, nos sentábamos alrededor de las velas en la mesa del living, a esperar a que vuelva la luz. No había ni tele, ni aire acondicionado. No existían los celulares. No había electricidad pero por inercia yo intentaba prender las luces del baño o de mi dormitorio, pero todo seguía vestido de negro. Incluso las caras que reconocemos pueden asustarnos en la oscuridad o incluso cambiar bajo la luz débil y nerviosa de las velas. Todo tan oscuro, negro. Es irónico, a veces necesitamos ver nuestra propia sombra para saber dónde estamos parados.
Cuando sucede un apagón, nos damos cuenta de aquello que no podemos ver, no podemos planificar, no podemos controlar. Muchas veces nos pasamos la vida en la oscuridad, esperando a que vuelva la luz, paralizados, aguardando a que todo vuelva a la normalidad y podamos reconocer nuestra casa. Intentando encontrar algún rostro en las penumbras. Tropezando en la oscuridad, intentando ver en las sombras, buscando aunque sea esa pequeña luz que nos devuelva la calma.
En casa, cuando la luz se cortaba, nos sentábamos en una mesa y no esperábamos a que volviera, sino que disfrutábamos de aquello que sí podíamos ver; confiar en esas caras que aún en la noche podíamos reconocer. Y cuando la luz volvía (porque siempre lo hace) recordar que sin importar cuánto dure, en algún momento se iba a volver a apagar. Porque en casa, cuando la luz se corta, sin importar cuán lejos estemos unos de los otros, sabemos cómo encontrarnos, incluso en plena oscuridad.