Corazón en el cajón: Una historia de pasión.
Esto es lo que se siente, no sentir nada, pensó Marcos en ese exacto instante en el que su corazón dejaba su cuerpo.
- Parte I -
Testimonios.
- No sé qué le pasó — confiesa entre lágrimas una mujer frente al doctor — No sé, cuando lo perdimos, cuando Marcos dejó de ser él. Era como si su cerebro se hubiese apagado…
- Papá dejó de hablar, dejó de mirarte a los ojos — una niña de unos once años a la que el dolor se le atraganta, impidiéndole continuar — Dejó de jugar, de cantar canciones en el auto cuando me llevaba al colegio…dejó de llevarme al colegio también. A veces me acerco a su pecho, y no escucho a su corazón, es como si no estuviese ahí.
- De un día para el otro no me llevó más a la cancha — un adolescente golpea la pelota que tiene en sus manos, incrédulo — ni siquiera miraba los partidos por televisión, o pateaba conmigo en el patio..era un fantasma dando vueltas por la casa. Ya no tiene pasiones, emociones, no tiene amor..está totalmente vacío.
- Dejó de venir al fútbol, de juntarse con los amigos, de contestar los mensajes — un grupo de amigos le confiesa al doctor algo que no pueden creer que le esté sucediendo a su amigo — así, de un un día para otro, ¡pum! Marcos ya no estaba..es decir, estaba, pero no estaba, ¿Se entiende? ¿Me entendés? ¿Me explico? — Terminaba uno de ellos ante el doctor, nervioso, frustrado.
- Para mí, el cerebro es la persona, y Marcos, parecía estar desconectado del mundo. En el trabajo, un ente, pegado a la pantalla, sin hablar con nadie, no se levanta ni para hacerse un café, ni escuchar los chismes…nada — agregaba un compañero de trabajo, mientras tomaba de a sorbos su café — Antes se volvía loco cuando desaparecía su taza, salía gritando “¿¡Quién me robó la taza!? ¿’QUIÉN ME ROBO LA TAZA MANGA DE LADRONES!?”…ésta taza es la de él — señala a su café — ahora le da lo mismo.
- No, no, no no…no sé qué le pasó — Continuó la primer mujer, su esposa, esta vez, con un pañuelo en sus manos — Marcos era alegre, divertido…un poco pesado. Y ahora es esta planta, en la casa, que tenemos que alimentar, sacar de la cama, pasearlo en el auto…lo peor es que..no sabemos ni cómo, ni cuándo, ni porqué…los doctores no nos saben decir qué tiene Marcos. ¿Algo en el cerebro? Nunca se golpeó la cabeza. Pero parece que está en estado vegetativo. No come, no habla, no hace nada…
- Parte II -
Diagnóstico.
Comencé a ver a Marcos Aguirre, el lunes veintisiete de Junio del dos mil dieciséis. Antes, como lo marca su ficha médica, me visitó dos veces, en similares circunstancias. Los síntomas se repitieron en la misma época del año, durante tres años seguidos. Marcos, claro, no es el único caso que ha sido investigado. Ya que con distintos colegas hemos encontrado un patrón en distintos sujetos, la mayoría masculinos, con una patología psicológica que se repite en cada uno de ellos; un trastorno depresivo, con síntomas similares. Todos los casos, se han originado en Argentina, a excepción de dos, que también le ocurrieron a argentinos, pero que viven en el extranjero. Ésta información nos ha llevado a la conclusión que se trata de una enfermedad originada en nuestro país. Todavía no sabemos mucho de ella, a pesar de los estudios que hemos realizado tanto yo como los demás doctores. En mi caso particular, Marcos no perdió ninguna capacidad motriz, pero perdió cualquier capacidad emocional. El paciente ya no siente nada, como he escrito en una de los comentarios en sus primeras visitas: “…se percibe un déficit en la función neurológica del paciente. Síntomas de afonía, alexia, apraxia, agnosia…” No podíamos encontrar una razón, una causa ante esta inusual, excéntrica enfermedad. Claramente, se trata de un trastorno depresivo. El hombre había perdido su propia identidad; no conectaba con su esposa, con sus amigos, ni con sus propios hijos. Continuaba trabajando, haciendo deberes en el hogar (como lavar los platos) de manera sistemática, como un robot. Recuerdo que en una de sus visitas, busqué generar un estímulo mediante la exposición de diferentes imágenes. Imágenes personales, de recuerdos únicos de su infancia, de su juventud, de viajes con su familia, el casamiento con su esposa, el nacimiento de sus hijos; nada. Ni un gesto de asombro o de duda, de felicidad o de tristeza. El hombre no mostraba nada. Fotos históricas, como la del hombre en la Luna, la caída del muro de Berlín, una imagen de la Gioconda. Nada, absolutamente nada. El paciente no mostró emoción. Ninguna imagen generaba una respuesta, ninguna imagen; excepto una. No era una imagen que había planeado mostrarle, sino la tapa del diario de ese día. En esa tapa, la noticia principal era la de unos refugiados que habían sido encontrados sin vida en las orillas de la playa turca de Bodrum. Era el aniversario de esa foto trágica, y era entendible que su corazón -o mejor dicho su cerebro- todavía sentía empatía ante terrible tragedia.
Ahí fue que empecé a entender un poco acerca de su patología. Tal vez sólo fragmentos de su memoria habían sido eliminados, recuerdos habían sido borrados, lo cual afectaba a su manera de pensar, y principalmente, de sentir. Como una obsesión, me dediqué a encontrar la falla, la razón, de su enfermedad. Hicimos estudios toda las semanas intentando entender qué pasaba con su cerebro, que era lo que había cambiado. Todo tipo de exámenes cerebrales, neuro imágenes, tomografías, resonancias magnéticas, positrones, ecografías…lo probé todo, pero no encontré nada. ¿Si no era su cerebro el que estaba fallando, entonces que era? Algo me había salteado, algo había ignorado, por eso debía volver a los orígenes.
Fue aquí cuando mis colegas me soltaron la mano, dejaron de creer, de confiar en mi palabra. Pensaron que era yo el que había perdido la cabeza. Se que suena raro, parece increíble, pero en los chequeos generales, jamás pude encontrar el latido de su corazón. No estaba ahí, su pecho estaba vacío, por un momento pensé que mi estetoscopio estaba roto. Silencio total, un vacío triste, oscuro. Cuando le abrí su camisa, una cicatriz en la mitad de su pecho indicaba que algo había sucedido. El problema no era en su cerebro, sino en su corazón.
- Parte III -
Finales.
Un corazón no puede aguantar tantos finales. El mío dijo basta. Muchos de ustedes no lo entenderán. Jamás lo hicieron. Si, tal vez se lamentaron cuando sucedió, estuvieron tristes por algunas horas, días con suerte. Pero yo no. Nadie está preparado para recibir semejante golpe directo al corazón, mucho menos tres. Uno por año, durante tres años. Esta es mi historia, mi testimonio.
Verán, gracias a Dios, en la vida sólo podemos perder a nuestro padre, a nuestra madre, una sola vez. Una pérdida tan grande sería imposible de sufrirla dos veces en una sola vida. Como dije, muchos no lo entenderán, pero se que allá afuera, hay muchos que lo sintieron como yo, muchos que aún lo sienten.
Perder la final en Brasil fue la peor tragedia de mi vida, y eso que viví la caída de las torres gemelas, la dictadura de Videla, el corralito del 2001…las viví todas. Pensé que la teníamos, a esa tan preciada y hermosa dorada copa…pero no, otra vez se nos escapaba. El más grande le pasaba por al lado y ni siquiera podía mirarla, acariciarla, besarla. Jamás volví a ver una repetición de ese partido. Ni los goles errados por los nuestros, ni el penal al Pipita, ni el puñal de Gotze en el suplementario.
Después la Copa América, una copa que nunca me importó. Pero esta era especial, era contra Chile, y era su Copa, la de él, el más grande. Una oportunidad, otra vez; una final, otra vez. Nosotros, que no llegábamos a una final en no sé cuánto tiempo, ahora llegábamos a dos en dos años. Esta no se nos podía escapar. Pero el fútbol, como dicen muchos, no se gana con merecimientos, y eso quedó claro aquel día. Otra vez volvíamos a casa sin nada. Las manos vacías, los ojos llenos de lágrimas y un dolor en el pecho que cada vez se hacía más grande. Para un país con tantos problemas económicos, crisis, políticos corruptos, el fútbol, es más que un deporte, es un escape de la realidad, un momento para disfrutar. Pero en ese momento era una pesadilla. Una pesadilla de la que no me podía levantar. Ahí fue que dejé de ver fútbol, dejé de leer los diarios deportivos, de seguir a mi equipo, el fútbol me había decepcionado, me había traicionado y yo ya estaba listo para dejarlo ir. Nunca algo me había traído tanta amargura y tristeza. Guardé todas mis camisetas, en un cajón y juré nunca más abrirla.
Era 2016, era una copa inventada para que la ganemos nosotros, o por lo menos eso decían. Y yo no miré ninguno de los primeros partidos. Como había jurado, no iba a ver más fútbol. Esos millonarios que se ponen la camiseta, juegan y se van, y nos dejan a nosotros con la depresión post derrota, un país en llamas, y con el corazón y la billetera rotos. Pero las promesas están para romperse, y no pude resistir a prenderme a la pantalla. Después de todo, el corazón así lo dictaba. Esta tenía que ser nuestra, lo sentía bien adentro, no se nos podía escapar esta vez. Messi, Higuaín, Di María, Agüero, Mascherano. Los nombres se repetían, la historia también. Otra vez. Otra vez y contra Chile. Y ahí estaba yo, llorando como un boludo ante la pantalla. Llorandole a estos que no me conocía, llorando por un juego, por un partido, como jamás había llorado. Pero yo no era el único. Estos millonarios, como muchos decían, se escondían en sus camisetas, pero su llanto hasta traspasaba las pantallas. Si estos que lo tenían todo -los dólares, los autos, las mujeres- lloraban, como no iba a hacerlo yo. Ellos lloraban porque aún teniendo mucho, había algo que otra vez se le negaba, se nos negaba. A nosotros, los más ganadores de todos, tres finales, tres veces, nos decían que no. Y eso no era todo, después de ese partido, hasta Messi nos dejaba, y ahí la debacle comenzó. Messi renunciaba a la selección, y yo también, esta vez, de manera definitiva.
Mi corazón no podía aguantar más golpes y fue por eso que decidí guardarlo en el cajón, con todos esos recuerdos que prometí olvidar. No más ir a la cancha, no más partidos por la tele, ni siquiera un picadito con amigos. Pero arrancarse el corazón, tiene un precio. Dejé de sentir, y eso era lo que quería, aunque mi familia, mis amigos, no lo entendieran. Me llevaron a distintos doctores, me hicieron estudios, a mi no me importaba. En realidad, ya nada lo hacía. Vivir sin emociones, significaba no más amarguras. No más tristezas y obviamente, no más felicidad, vivir en un gris eterno. Día tras día, tras día y nada. Ni mi mujer, ni mis hijos podían generar algo. Mucho menos mi trabajo, o mis amigos.
Pensaban que estaba enfermo, que estaba loco, que estaba depresivo. Y estaban en lo correcto, todo eso estaba, antes de que me haya descorazonado. Después, de la cirugía ya no estaba ni loco, ni enfermo, ni vivo. Sin corazón no estaba ni bien, ni mal, simplemente estaba.
Les juro que no sentí nada por más de un año, no había nada que me hiciera reír o llorar. Nada podía moverme un músculo, hasta que vi esa tapa del diario. Esa maldita tapa, tirada en la mesita del consultorio del médico, mientras este hablaba y me mostraba imágenes sin sentido. No me acuerdo ni el día ni la fecha, ni que diario era. No me acuerdo ni siquiera la noticia principal. Pero ahí. en la esquina del papel, bien chiquitito estaba él y estaba ella. Él con su camiseta número diez, y ella de dorado, como siempre. Los grupos para el Mundial de Rusia se habían sorteado y la cuenta regresiva había comenzado. Mi corazón que estaba escondido y olvidado en algún lugar de mi casa, volvió a latir, y yo lo sentí ahí, bien en el medio de mi pecho. Estaba vivo, él — ese corazón golpeado — y yo, y los dos queríamos revancha. ¿Estábamos listos? Probablemente no. ¿Llegábamos de mejor manera,? Seguro que no. ¿Seguíamos heridos? Claro que sí. Pero si él había vuelto, nosotros debíamos hacer lo mismo.
Me escapé del consultorio, subí hasta el ático de casa, donde guardamos todas esas cosas que ya nos olvidamos que están ahí, corrí un par de cajas, y ahí estaba. Abrí el cajón, sabiendo lo que iba a encontrar. Enterrado en un nido de camisetas celestes y blancas, herido pero latiendo más fuerte que nunca, con sed de revancha, con ganas de gritar goles, de cerrar bocas, de apretar dientes, de morderse las uñas, de apretar el puño, de abrazarse con otros corazones rotos.
Porque el fútbol no se trata de merecimientos, no entiende de razones, pero tal vez por esta vez, sólo por una sola vez, escuche a un corazón que está pidiendo a gritos un centro para meter un cabezazo a la ilusión. No se como nos va a ir, lo único que sé, es que hay algo que no se puede dejar de sentir. Porque el corazón necesita sangre, pero más aún, necesita algo en lo que creer.